Tras pasar una temporada de reposo en un convento de
Bélgica volvió a su ciudad natal y, como mera diversión ajena a sus ocupaciones
de periodista, escribió canciones para Damia, una conocida intérprete de
cabaret y que tanteaba en aquel momento sus posibilidades como actriz
cinematográfica. Por mediación de ella, René Clair pudo iniciarse como actor y
conocer la industria y el oficio desde dentro antes de dar el salto a lo que
verdaderamente le interesaba: la dirección.
Su debut tras las cámaras, posible gracias a la confianza
puesta en sus posibilidades por el conocido productor Henri Diamant-Berger, se
produjo por la puerta grande con París dormido (1923), una deliciosa mezcla de
humor y fantasía realizada con poco dinero. Esta película, que describe el caos
de la capital francesa al quedarse dormidos sus habitantes como consecuencia de
un rayo que emite un científico loco, dejó sentado bien a las claras el
registro principal por dónde iba a moverse Clair a lo largo de su trayectoria:
la fusión entre sueño y realidad, lo trascendente y lo cotidiano.
El relativo éxito comercial de este film no logró sin
embargo que su realizador abandonara el periodismo, aunque comenzaría a
volcarse en las secciones culturales y en la puesta en marcha de un suplemento
cinematográfico donde escribió varios artículos teóricos de calado recogidos
años más tarde en un libro emblemático: Reflexion faite.
Pero el veneno de la dirección cinematográfica seguiría
tentándole y la insistencia del pintor y poeta vanguardista Picabia hizo el
resto: surge así el cortometraje Entreacto (1924), complemento visual a un
espectáculo de ballet que suscitará auténtica fascinación por su rítmica puesta
en escena y por el torrencial juego de imágenes coreográficas que tanta influencia
tendría años más tarde en Busby Berkeley. Pero su estilo
nada académico, el escándalo que provocó en sus financiadores -alarmados por
planos que consideraban de mal gusto-, y la participación de ilustres
personalidades de la vanguardia como Man Ray o Marcel Duchamp condenaron la
película a un cierto ostracismo en sus exhibiciones públicas.
Decidido a situarse en la industria cinematográfica como
director, rodará entonces varios títulos próximos al ideario estético de las
vanguardias (como El fantasma del Moulin Rouge, 1924, o El viaje imaginario,
1925) hasta desembocar en el vodevil con su film mudo de mayor éxito: Un
sombrero de paja de Italia (1927). Ambientado en la Belle Époque de finales del
siglo XIX, se acercaba en muchas ocasiones a la comedia slapstick de Buster
Keaton, Mack Sennett o Harry Langdon, por la que René Clair manifestó siempre
tanta admiración, aunque algo suavizada en el tono para acercarla a registros
humorísticos más románticos.
La Tour (1928), un cortometraje documental en el que
describía la construcción de la Torre Eiffel, vino a señalar su despedida del
cine mudo, del cual se erigió pronto en uno de sus principales defensores
frente a la llegada del sonoro tal y como también haría en Estados Unidos
Charles Chaplin. Pero tras apenas un año observando las posibilidades que
ofrecía el nuevo medio, se decidió a dar el paso definitivo rodando Bajo los
techos de París (1930), que lo destacó como uno de los máximos talentos del
cine mundial.
Las sorprendentes fórmulas expresivas utilizadas en este
film tendrían una enorme influencia: la cámara en continuo movimiento que
describe el ambiente donde se desarrolla la trama, o la ausencia ocasional de
imagen para que el sonido conduzca la acción, como ocurre en una de las
secuencias más justamente alabadas de toda la historia del cine (un disparo
apaga el único farol de la calle y en medio de la oscuridad se escuchan gritos,
palabras sueltas, silbatos de policía y el ruido de un tren).
Si algo caracterizará el cine de René Clair a partir de
la llegada del sonoro, aunque esté presente también en varios de sus filmes
anteriores, va a ser la alegría de vivir, incluso en las peores condiciones y
tras sufrir dolorosas tragedias. Los ambientes turbios o sórdidos darán cobijo
a vagabundos bohemios o parejas sin dinero que muestran sin tapujos su
felicidad sentimental, madres solteras que intentan sobrevivir con esfuerzo
aunque sin perder la esperanza o músicos ambulantes que viven en modestas
buhardillas, hasta configurar un universo próximo al realismo poético donde la
reconstrucción de calles y edificios enteros en los estudios jugaría un papel
determinante. A ello hay que añadirle una extremada habilidad para efectuar una
sátira social capaz de moverse en unos límites aceptables para un público económicamente
acomodado y divertidos para los espectadores más populares.
El millón, ¡Viva la libertad! (ambas de 1931) o 14 de
julio (1932) contribuirían en ese sentido a su asentamiento en el Olimpo de los
cineastas mundiales, por su ingeniosa maestría en el ámbito de la comedia y al
mismo tiempo su capacidad para acercarse a la provocación vanguardista y a
interpretaciones un tanto sesgadas del anarquismo, mediante tramas argumentales
que exponían la necesidad de abolir el trabajo y el dinero como mecanismo de
intercambio económico o la defensa de actitudes extravagantes.
El
millón y ¡Viva la libertad! son farsas sobre los aspectos grotescos de la
burguesía concebidas como comedias musicales; cada secuencia tiene en ellas una
armonía musical interna que se visualiza mediante la rítmica alternancia de
planos largos y cortos. El movimiento es esencial, y así no falta por tanto la
tradicional secuencia de la persecución, que vemos en El millón, cuando todos
corren por las calles de París para recuperar la chaqueta que contiene un
billete de lotería premiado, del mismo modo que en ¡Viva la libertad!, cuando
los más variados personajes se lanzan a coger el dinero que, como llovido del
cielo, cae de la maleta del millonario fabricante de tocadiscos. Con elementos
claramente futuristas, radicados especialmente en la escenografía -gran
aportación de Lazare Meerson-, Clair plantea aquí la máxima burguesa de que el
dinero no da la felicidad, con una crítica a la sociedad industrial y al
trabajo en cadena, que retoma Charles Chaplin, cinco años más tarde, en Tiempos
modernos.
En 1940, temeroso del ambiente que se respiraba en Europa
con el ascenso al poder de regímenes totalitarios como los de Hitler, Mussolini
o Franco, emprendería viaje con destino a Hollywood para acabar siendo
contratado por Universal. A La llama de Nueva Orleans (1941), una película muy
influida por el estilo personal de Frank Capra, le seguiría Me casé con una
bruja (1942), donde logró retornar a uno de sus lugares predilectos: la fusión
de realidad con fantasía.
Sin embargo, una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, y
aunque su posición dentro de la industria norteamericana estaba consolidada,
decidió regresar a Francia y poner en marcha un proyecto muy personal: El
silencio es oro (1947), film satírico que aspiraba a homenajear la magia
perdida de los pioneros cinematográficos y los encantos de una ciudad como
París a la que tanto debía.
Sin embargo, dicho retorno contribuiría tan sólo a
perjudicar su antigua posición de privilegio: lejos de los Estados Unidos,
donde infinidad de colegas europeos estaban triunfando, y con una industria
europea sumergida en una profunda crisis, cada vez encontró más dificultades
para poner en marcha sus películas y que éstas se comercializaran en las debidas
condiciones. Por eso mismo, las décadas de los cincuenta y los sesenta
asistieron a una prolongada agonía creativa de quien durante tantos años había
sido punta de lanza del cine europeo.
La extensa trayectoria cinematográfica de René Clair,
iniciada en pleno período mudo y cuyo fin a mediados de los años sesenta
coincidió con el estallido de movimientos rupturistas como la “Nouvelle vague”,
ha gozado históricamente de una elevada estimación artística. Sin embargo, en
los tiempos actuales su nombre comienza a quedar sepultado bajo el olvido y sus
películas apenas se difunden debido quizás al hecho de que a lo largo de su
carrera mantuvo un difícil compromiso en defensa de un cine a caballo entre las
propuestas más radicales de vanguardia y la búsqueda de amplios sectores del
público popular, no gozando ahora por tanto de la consideración de autor
incontestable para ciertos intelectuales ni tampoco de la fama eterna que
otorga el haber trabajado con míticas estrellas del celuloide moldeadas por sus
manos.
En definitiva, su nombre empieza a ser desconocido para
las generaciones actuales (pese a la crucial influencia que tuvo sobre
directores como Luis Buñuel). Su importancia dentro del género de la comedia,
la fascinante visión ofrecida con decorados sobre la ciudad de París o los
hallazgos visuales presentes en sus largometrajes marcaron, sobre todo, la
época de transición del mudo al sonoro.
Fuente:
http://scalisto.blogspot.com.es/2012/12/rene-clair-porte-des-lilas-1957.html
http://scalisto.blogspot.com.es/2010/04/rene-clair-nous-la-liberte-1931.html
http://cegepsherbrooke.qc.ca/~cem/CEM2011/6101/cinemasurrealiste/reneclair.html
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